jueves, 4 de agosto de 2011
Escribir
No es fácil. Yo antes creía que era porque qué sé yo, porque era difícil y punto. Pero quién sabe qué es escribir: el que escribe. El que escribe cualquier cosa, el que no puede evitar el impulso incómodo de ponerse a escribir. Eso decía Aira en una entrevista. Decía que escritor era el que escribía, el que sacaba, supongo como él, una novela por año. Yo voy a dejar de lado la parte de la publicación. Creo que se puede ser escritor habiendo escrito una sola novela en la vida y habiendo tenido ese único momento de escritura. Pero ser escritor no es escribir. Escribir nos pasa a muchos. Digo que es un impulso incómodo porque a mí me incomoda, me incomoda tanto como tener que levantarme a hacer pis en un restorán. Cómo odio a mi cuerpo que me pide cosas y cosas como un niño insaciable que siempre quiere más. Que el pis, que tengo sed, que necesito sentarme, que me haría bien hacer algún deporte. El cararrota me pide deporte. Y yo no estoy para eso, ¿de dónde quiere que saque la energía para ponerme una zapatilla, después la otra, el corpiño especial, atarme el pelo, salir? Si tanto quiere tantas cosas, que me provea de las reacciones químicas necesarias para que yo pueda ejecutar sus deseos. Escribir es lo mismo. Creo que durante años tuve el tezón de dominar esa necesidad. Me hacía la boluda, tout simplement. Ponía la tele y listo. Ya está. ¿Qué más podría querer realmente? ¿Qué no me sacia la televisión? Pero ahora ni la tele funciona. Ahora es más como el pis. Peor que el pis en realidad porque el pis, bien mirado, es inevitable y, en su inevitabilidad, es un placer inmenso, un dejarse ir, un ser cuerpo solamente (porque la idea es poder ser, al menos por un rato, una sola cosa unida y no siempre dos en discordia). A la escritura le falta cuerpo. Le falta pis. Le falta hedonismo, supongo. Y yo soy, ya está claro, una persona perezosa. A mí la fiaca me define entera. Podría llamarme Fiaca y me quedaría tan bien a otra chicas les queda Fiona. Entonces es terrible. De repente, necesito escribir. Lo necesito, es raro, no tiene consecuencias tan palpables como el pis (no te sale ningún líquido de ningún lado), pero tiene algo de eso. Tiene algo de estornudo, de sonarse la nariz. Ahora pienso, ahora que me armo un porro y me pongo una película en cuevana y sin embargo tengo que pararla y agarro un libro, y prendo de nuevo el porro, y sin embargo tengo que cerrarlo porque leo algo que, irremediablemente, me devuelve al teclado y por fin tengo que, lo quiera o no, ponerme a escribir. Dice Ana, el personaje de Puig, en su diario ínitmo: "Que después todo se haya echado a perder no me tiene que hacer olvidar lo divino que fue al principio, sería injusto de mi parte". La frase me indigna, no es algo que pienso, es algo que me pasa. Reacción física. "Todo tenés que regularlo desde el filtro", lo escucho en un recuerdo a Felipe enseñándome a armar bien un porro, "el filtro es tu regulador, es lo que te da sostén y te permite dominar el movimiento de la seda". Yo le miraba los dedos, pero de esa escena recuerdo lo que no estaba mirando, el olor de la casa, el aire de esas ventanas, la luz de la lámpara roja en medio de la luz que venía de la plaza de abajo y la luz de París ahí afuera, vista desde lo alto. ¿Cómo podría ese recuerdo, así contado, ser justo? ¡Es injusto recordar todo pasado olvidando lo que nos revela la lámina del presente! ¿Cómo darle el privilegio de seguir pensándolo como "divino"? ¡Era una farsa, qué divino ni qué divino! Pero reflexiono, me calmo: en Puig lo dice una vieja enferma y lo dice pensando en un hombre, su ex-marido, porque el que ya no siente otra cosa más que sincera repulsión. Un hombre que una vez amó pero del que no sufrió un desengaño sino un simple desencantamiento: al conocerlo mejor lo dejó de desear. Tal vez, entonces, ese recuerdo de sus primeros "toqueteos" y lo feliz que ella era en sus brazos sean válidos. En ese caso sí. Como son válidos mis recuerdos con Jean-Philippe en Menton y todo lo que el tiempo se haya robado sin el consentimiento o la acción de ninguno de los amantes. Sin embargo, podría no indignarme. Podría haber llegado a este mismo razonamiento sin haberme indignado. Quizá lo consiga con el tiempo. Como Ana, que es vieja. ¡Es vieja! Yo, en cambio, tengo un odio joven, vigoroso.
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A todo esto, el personaje de Ana no tiene todavía 30 años. Por lo que entendí, tendrá unos 29. Y sí, yo soy más vieja que esta vieja aparente, lo sé. Lo que pasa es que no es fácil no dejarse llevar por esa voz y esta hija de remilputas habla como una vieja de silla en la vereda! En todo caso, no importa. Mi odio es joven (se repite a sí misma como un mantra), mi odio es joven lo mismo.
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