Cuando tenía nueve años, mi papá, que es abogado, empezó a trabajar para el gobierno. No fue en mi recuerdo un día puntual. Más bien diría que años después de que eso ocurriera yo empecé a tener la conciencia de que eso era así: mi papá era funcionario, era secretario legal técnico y administrativo del ministerio de economía. El título era más largo, agregaba otra institución más que nunca me acuerdo y al final decía: "y Obras Públicas". Yo lo memorizaba con el mismo placer que memorizaba el preámbulo de la constitución y todas las cosas que se podían memorizar de la historia del patriotismo, discursos y frases de que, contra toda educación posterior, me emocionan aún hoy. No es un mal ejemplo el discurso sobre el optimismo que Joaquín V. Gonzáles dio en la Universidad de la Plata que papá me hizo descubrir y yo, más tarde, aprendí de memoria. Él dice que en ese momento la gente amaba ese gobierno y que las cosas nuevas que él estaba inventando para el país eran recibidas por el pueblo con una alegría desenfrenada. Eso lo dice hoy que todo el mundo lo odia y odia ese gobierno. Antes lo sentía, lo tenía como cosa vivida y, en consecuencia, para él, cosa real. Ahora, preso de este presente que le es tan adverso, este presente que vuelve aquel pasado imposible, incapaz de parecer siquiera verosímil, ahora empieza a hablar de esos triunfos que antes, victorioso, disfrutaba en silencio. Creo que ese idealismo de papá se materializó bastante en el mundo que construyó para nosotros. Básicamente, podría perfectamente sentirme, visto desde este momento, como la hija de un lunático perdido en la representación de un pasado argentino que se dedicaba cada día a recrearlo en las imaginaciones de sus hijos. Como si pudiera, a través de nuestros ojos crédulos, vivir ese deseo de la Argentina y la sensación de estar viviendo en su presente más joven y más intenso. Un buen ejemplo de cómo se traducía esto en mi vida es la ilusión dolorosa en la que pasé meses de mi infancia esperando una carta del presidente. Claro, yo habría expresado, inflamada por el amor que él sentía por algo que yo no podía entender ni conocer, el deseo de escribirle al Presidente. Mi padre, que, como digo, estaba efectivamente de la nuca y me hacía creer, como un esquizofrénico, que el gobierno era algo así como el castillo de Magic Kindom, me respondió "y escribile! Él va a estar muy contento de recibir tu carta, te va a responder". Esto yo lo habré escuchado más así: "¡Pero si el Presidente ya me dijo que está esperando TU carta! Te va a responder enseguida y va a mandar un carruaje tirado por cuatro granaderos a caballo que van a traer el sobre hasta la portería de casa". Por supuesto cada día que siguió al día en que mandé la carta a la Casa Rosada me desperté en la mañana con la energía de la ilusión, me puse el uniforme y bajé del ascensor corriendo hasta la portería donde le decía a Alberto, que ahora está muerto, "Alberto, ¿hay una carta para mí?", y cada uno de esos días Alberto me respondió, ahora que pienso sin la menor ternura por esa inocencia mía (ese hombre era un insensible), "no, nada". Papá, en esas noches de espera, en lugar de calmar mi impaciencia advirtiéndome de la realidad (el Presidente nunca me escribiría ni yo sabría jamás si alguna vez me había leído), me hablaba de cómo sería el sobre, me contaba que en la Presidencia tenía sobres especiales que en el vértice superior izquierdo llevaban un sello de agua dorado con la figura de un granadero en posición de granadero. Lo que esperé ese sobre, lo que esperé tenerlo entre mis manos y poder pasar un dedo por encima del soldadito de oro, yo no puedo explicar eso. Casi diría que ese fue mi primer desengaño amoroso, a los diez años y con el Presidente. Si ahora llamo a mi padre y le recrimino esa pasión sentimental que me hizo vivir demasiado joven con ese hombre mayor y desgraciado le va a agarrar un ataque de risa y me va a decir cualquier verdura. Que no fue así, riéndose me va a decir que no fue así, le voy a sacar entonces lo del soldadito y el sobre, él se va a reír más, va a seguir fingiendo que no tengo razón, que me olvido de algún detalle importante, tal vez real, sobre mi verdadera imposición de ese capricho salido de la nada y así la cosa. Pero yo insisto: ¡qué tormentos en el recreo sentada en un rincón alejado del patio con un pebete de jamón y queso en la mano pensando "¿por qué el presidente no me responde?"!
Papá llegaba al punto de hacerme creer, pienso, en esa esperanza que su idealismo-comando no le deja, contra todo destino, abandonar, en un país donde el Presidente le responde cartas a las niñas maravillosas que le escriben. Y qué no hace posible la mirada de un niño.
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